Algunos científicos creen que la ingestión de carne fue fundamental para que nuestros ancestros desarrollasen un cerebro más grande hace unos dos millones de años. Al sustituir la dieta vegetariana de los monos antropomorfos, baja en calorías, por un menú más calórico a base de carne y médula, nuestro antepasado directo, Homo erectus, obtuvo en cada ingesta un plus de energía que contribuyó al agrandamiento de su cerebro. Al digerir una dieta de mayor calidad y con menor volumen de fibra vegetal, el intestino de ese Homo redujo su tamaño. La energía liberada como resultado de la hipotrofia intestinal pudo reconducirse hacia el hambriento cerebro; así lo cree Leslie Aiello, la primera en postular esta tesis junto con el paleoantropólogo Peter Wheeler. El cerebro humano consume en reposo el 20 % de la energía corporal; el cerebro de un mono se conforma con el 8 %. Esto significa que desde la época de H. erectus el organismo humano depende de una dieta de alimentos hipercalóricos, especialmente cárnicos.
Si damos un salto adelante de dos millones de años, asistimos a otra revolución en la dieta humana: la invención de la agricultura. La domesticación de cereales como el sorgo, la cebada, el trigo, el maíz y el arroz se tradujo en un suministro abundante y predecible de alimento, gracias al cual las mujeres de los agricultores podían tener hijos muy seguidos: uno cada 2,5 años, en lugar de cada 3,5 como los cazadores-recolectores. La consecuencia fue una explosión demográfica; en poco tiempo, los agricultores superaban en número a los cazadores-recolectores.
Los antropólogos llevan una década tratando de descifrar las claves de esta transición. ¿Constituyó la agricultura un progreso en toda regla para la salud humana? ¿O será que al abandonar la vida de caza y recolección para cultivar el campo y criar ganado renunciamos a una dieta más sana y un cuerpo más fuerte a cambio de tener asegurado el alimento?
El bioantropólogo Clark Spencer Larsen, de la Universidad Estatal de Ohio, describe la aparición de la agricultura en términos negativos. Cuando los primeros agricultores pasaron a depender de las cosechas para asegurarse la supervivencia, su dieta perdió una enorme diversidad nutricional en comparación con la de los cazadores-recolectores. Comer el mismo grano domesticado día tras día les causaba caries y enfermedades periodontales, patologías muy raras en los cazadores-recolectores, dice Larsen. Cuando los agricultores empezaron a domesticar animales, el ganado bovino, ovino y caprino se convirtió en una fuente de leche y carne, pero también de parásitos y nuevas enfermedades infecciosas. Los granjeros sufrían ferropenias y retrasos del desarrollo, y perdieron estatura.
Pese a la explosión demográfica, la forma de vida y la dieta de los granjeros eran claramente menos sanas que las de los cazadores-recolectores. Que las comunidades agropecuarias produjesen más hijos, dice Larsen, solo demuestra que «estar enfermo no es óbice para procrear».
La verdadera dieta paleolítica, sin embargo, era más que carne y tuétano. Es cierto que los cazadores-recolectores de todo el planeta desean comer carne por encima de cualquier otra cosa y obtienen de los animales alrededor del 30 % de su consumo calórico anual, pero también es verdad que la mayoría soporta períodos de escasez en los que apenas comen un par de bocados de carne por semana. Los últimos estudios sugieren que la expansión del cerebro se debió a algo más que a la preponderancia de la carne en la dieta de los antiguos humanos.
Observar a los cazadores-recolectores a lo largo del año confirma que las batidas fracasadas están a la orden del día. Los hadza y los bosquimanos kung de África, por ejemplo, regresan sin carne más de la mitad de las veces que salen a cazar con arcos y flechas. De esta realidad se desprende que era mucho más difícil para nuestros antepasados, que no disponían de esas armas. «La gente cree que sales a la sabana y te encuentras antílopes por doquier, esperando tranquilamente a que les abras la cabeza», dice Alison Brooks, paleoantropóloga de la Universidad George Washington y experta en los dobe kung de Botswana. En ningún sitio se ingiere carne con frecuencia, a excepción del Ártico, donde los inuit y otros grupos obtenían tradicionalmente hasta el 99 % de su ingesta calórica de focas, narvales y peces.
¿Qué comen pues los cazadores-recolectores cuando no hay carne? Resulta que detrás del «homo venator» hay siempre una «femina recollectrix», quien, con ayuda de los niños, aporta un plus de calorías durante los tiempos difíciles. Cuando la carne, la fruta o la miel escasean, los recolectores dependen de «alimentos de último recurso», dice Brooks. Los hadza obtienen de las plantas casi el 70 % de su ingesta calórica. Los kung resisten gracias a los tubérculos y a las nueces del mongongo; los pigmeos aka y baka de la cuenca del Congo, al ñame; los tsimane y los yanomami del Amazonas, al plátano y la mandioca; los aborígenes australianos, a dos plantas que llaman juncia bulbosa y castaña de agua.
«Existe un discurso sistemático según el cual la caza nos definió y la carne nos hizo humanos –dice Amanda Henry, paleobióloga del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig–. Sinceramente, yo creo que esta afirmación obvia la mitad de la realidad. Los humanos quieren comer carne, eso sin duda, pero de lo que realmente sobreviven es de vegetales.» Es más, la científica ha hallado gránulos de almidón de origen vegetal en fósiles dentales y útiles líticos, lo que apunta a que los humanos pueden llevar comiendo cereales, además de tubérculos, al menos 100.000 años, los suficientes para haber desarrollado la capacidad de tolerarlos.
La idea de que dejamos de evolucionar en el paleolítico es errónea. Nuestra dentadura, nuestra mandíbula y nuestra cara se han reducido, y nuestro ADN ha variado desde la invención de la agricultura. «¿Estamos evolucionando todavía? ¡Por supuesto!», dice la genetista Sarah Tishkoff, de la Universidad de Pennsylvania.Una evidencia que lo demuestra es el caso de la tolerancia a la lactosa. Todos los humanos digieren la leche materna mientras toman el pecho; pero hasta que llegó la domesticación del ganado hace 10.000 años, una vez que los niños eran destetados no volvían a tener que digerir leche. Como consecuencia, el organismo humano dejaba de producir lactasa, la enzima que descompone la lactosa en azúcares simples. Cuando los humanos se estrenaron como ganaderos, la capacidad de digerir leche se convirtió en una ventaja fabulosa, y así se generó una tolerancia a la lactosa que evolucionó de forma independiente en las comunidades ganaderas de Europa, Oriente Medio y África. Las comunidades que no dependían del ganado para subsistir –como los chinos y tailandeses, los indios pima del sudoeste norteamericano y los bantúes del África occidental– continúan siendo intolerantes a la lactosa.
Los humanos también presentan variaciones en la capacidad de extraer azúcares de los alimentos amiláceos durante la masticación, dependiendo de cuántas copias hereden de un gen concreto. Las poblaciones que tradicionalmente comían más alimentos ricos en almidón, como los hadza, poseen más copias del gen que los yakuto de Siberia, de dieta cárnica, de modo que su saliva empieza a descomponer los almidones antes de que lleguen al estómago.Estos ejemplos parecen contradecir el tópico de que «somos lo que comemos». En puridad habría que decir «somos lo que comieron nuestros antepasados». Hay una gama amplísima de alimentos de los que los humanos pueden obtener sustento, en función de su legado genético. Las dietas tradicionales de hoy incluyen el vegetarianismo de los jainistas indios, el predominio cárnico de los inuit y la enorme presencia del pescado entre los bajau de Malaysia. Los nochmani de las islas Nicobar, en el Índico, se arreglan con la proteína de los insectos. «Lo que nos hace humanos es la capacidad de encontrar algo que comer en cualquier entorno», dice Leonard, codirector del estudio sobre los tsimane.
Los estudios sugieren que los grupos indígenas lo pasan mal cuando abandonan la dieta y la actividad tradicionales y abrazan el modo de vida occidental. Por ejemplo, hasta la década de 1950 la diabetes era casi desconocida entre los mayas de América Central; cuando adoptaron una dieta occidental, cargada de azúcares, se dispararon los casos de diabetes. Los pastores siberianos, como los evenki y los yakuto, seguían unas dietas muy ricas en carne, pero desarrollaron pocas patologías coronarias hasta que cambiaron su forma de vida tradicional por otra más sedentaria y empezaron a consumir productos comercializados. Para muchos pueblos nativos de Siberia estos cambios se aceleraron tras la desintegración de la Unión Soviética. Hoy, la mitad de los yakuto asentados en ciudades tiene sobrepeso, y casi un tercio, hipertensión, dice Leonard. Y los tsimane que compran la comida en el súper son más propensos a desarrollar diabetes que los que siguen cazando y recolectando.Para quienes descendemos de humanos adaptados a dietas vegetales –y tenemos trabajos sedentarios– tal vez no sea buena idea consumir tanta carne como los yakuto. Estudios recientes confirman que aunque los humanos llevan dos millones de años comiendo carne roja, consumirla en gran cantidad aumenta la prevalencia de la aterosclerosis y el cáncer en la mayoría de las poblaciones, y no solo por culpa de las grasas saturadas y el colesterol. Nuestras bacterias intestinales digieren un nutriente de la carne llamado L-carnitina. En un estudio con ratones, la digestión de la L-carnitina disparaba la formación de placas de ateroma. Las investigaciones también han demostrado que el sistema inmunitario humano ataca un azúcar de la carne roja llamado Neu5Gc, una respuesta cuyos efectos inflamatorios son mínimos en los jóvenes, pero que con el tiempo pueden llegar a ser carcinógenos. «La carne roja es fantástica, si quieres morirte a los 45», dice Ajit Varki, de la Universidad de California en San Diego, autor principal del estudio sobre el Neu5Gc.Muchos paleoantropólogos afirman que aunque los defensores de la dieta paleolítica moderna nos insten a rechazar los productos procesados, la dieta basada fundamentalmente en la carne no reproduce la diversidad alimentaria de nuestros ancestros, ni incorpora la actividad física que los protegía de las patologías cardiovasculares y de la diabetes. «Lo que molesta a muchos paleoantropólogos es que en realidad no existe una sola dieta del cavernícola –dice Leslie Aiello, presidenta de la Fundación Wenner-Gren de Investigación Antropológica en Nueva York–. La dieta humana tiene por lo menos dos millones de años de historia. Hay muchos cavernícolas en nuestro árbol genealógico.En otras palabras, la dieta humana ideal no existe. Aiello y Leonard afirman que el verdadero sello distintivo de la especie humana no es nuestro gusto por la carne sino nuestra capacidad de adaptarnos a muchos hábitats distintos y ser capaces de combinar muchos alimentos diferentes para crear muchas dietas sanas. Por desgracia la actual dieta occidental no parece ser una de ellas.
La pista más reciente que podría ayudarnos a entender por qué la dieta moderna nos hace enfermar la ha aportado el primatólogo de Harvard Richard Wrangham, para quien la revolución más importante de la dieta humana no fue la introducción de la carne sino la preparación de los alimentos. Cuando nuestros antepasados aprendieron a cocinar hace entre 1,8 millones de años y 400.000 años probablemente lograban criar más hijos, dice. Machacar y calentar los alimentos los deja «predigeridos», de modo que el intestino invierte menos energía en descomponerlos, los absorbe mejor que crudos y por ende extrae más energía para el cerebro. «Cocinar produce alimentos blandos y muy energéticos», prosigue Wrangham. Hoy no podemos mantenernos exclusivamente de comida cruda sin procesar, dice: la evolución nos ha hecho dependientes de los alimentos cocinados.
Para verificar sus tesis, Wrangham y sus alumnos pautaron dos dietas –una de comida cruda y otra cocinada– para dos grupos de ratones. Cuando visité el laboratorio de Wrangham en Harvard, la entonces doctoranda Rachel Carmody me mostró unas bolsas de plástico llenas de carne y boniatos, crudos en unas y cocinados en otras. Los ratones que comían alimento cocinado ganaron entre un 15 y un 40 % más peso que los que solo tomaban la comida cruda.
Si Wrangham está en lo cierto, la cocción de los alimentos no solo aportó a los primeros humanos la energía que necesitaban para desarrollar un cerebro más grande, sino que además les permitió obtener más calorías de cada alimento y en consecuencia ganar peso. La otra cara de la moneda es que, en el contexto actual, quizá seamos víctimas de nuestro propio éxito. Hemos perfeccionado hasta tal punto las técnicas de procesado de los alimentos que por primera vez en la historia evolutiva humana muchos individuos consumen más calorías de las que queman. «Los toscos panes integrales han dado paso a la bollería industrial, y las manzanas, al zumo de manzana –escribe–. Debemos concienciarnos de los efectos hipercalóricos de consumir alimentos ultraprocesados.Este giro a los alimentos procesados, una tendencia común en todo el mundo, está detrás de la rampante epidemia de obesidad y sus patologías asociadas. Si consumiésemos más frutas y verduras de producción local, un poco de carne, pescado y cereales integrales (como en la tan cacareada dieta mediterránea) e hiciésemos una hora diaria de ejercicio, nuestra salud lo agradecería. Y el planeta también.
La última tarde que paso con los tsimane de Anachere, una de las hijas de Deonicio Nate, Albania, de 13 años, nos cuenta que su padre y su medio hermano Alberto, de 16, por fin han vuelto con caza. La seguimos hasta la cabaña donde se cocina y olemos los animales antes siquiera de verlos: tres coatíes sobre el fuego. A medida que su pelaje listado se quema, Albania y su hermana Emiliana, de 12 años, van raspando la piel hasta dejar la carne a la vista.Las esposas de Deonicio están limpiando dos armadillos, que guisarán con plátano. El padre de familia está sentado junto al fuego, describiendo una buena jornada de caza. Primero abatió a los armadillos. Luego el perro localizó un grupo de coatíes y los persiguió; mató dos y el resto se escabulló en un árbol. Alberto alcanzó a uno de ellos de un disparo. Tres coatíes y dos armadillos eran suficientes, así que padre e hijo cogieron las piezas y volvieron a casa.
Mientras la familia disfruta del banquete, observo al pequeño Alfonso, que ha estado enfermo toda la semana. Baila alrededor del fuego, comiendo con alegría un pedazo de cola de coatí asado. Deonicio está satisfecho. Esta noche, en el pueblo de Anachere, ajeno a disquisiciones nutricionales, hay carne, y eso es bueno.
Ann Gibbons
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Artículo National Geographic
Justificación del tema elegido:
He elegido este tema porque he encontrado relación con dos temas tratados este trimestre como el tema de la evolución y el de la dieta. Me ha parecido interesante que el artículo tratara ambas cosas.
Influencias en la sociedad actual:
Creo que nos puede servir para darnos cuenta de que realmente nos alimentamos muy parecido a nuestros antepasados y fijarnos como es notable la evolución en algunos aspectos.
Valoración Personal:
Personalmente pienso, que es una noticia muy curiosa y que nos puede servir para tener algunos datos más sobre la evolución y sobre nuestra especie.